viernes, 20 de julio de 2012

Se me terminaron los puchos.

Alta cagada.
Otra cagada es vernos en otros.
Oliver una vez, intentó obligarme a definir Sofía. Otra cagada.
Definir qué es Sofía en mí es imposible. "Definir Sofía" es una de las paradojas más deliciosa del universo.  Sólo puedo decir, contar estas cosas y encontrarla. Cedé y conformáte.

Esa tarde caminé por Maipú con la seguridad de la inseguridad de mis pies.
Fue extraño. Aún me parece extraño.
Viernes, cinco y media de la tarde.
No sé. Desde lejos alguien me decía que tenía que comprar zapatillas nuevas.
Zapatillas nuevas.
Hacía un mes (sí, un mes) que trataba de evitar tan significativo cambio.
La resistencia ahora en los pasos de huellas viejas, de huellas cómodas con esa nostalgia patética y fuerte.
Ya calle Córdoba.
La tensión comienza desde los cordones de las zapatillas viejas, las de siempre.
Sube.
De pronto gente. Mucha mucha gente. Más gente.
Y a continuación es algo confuso, algo como desesperación en el contorno de los ojos, frío mojado en las manos, el pecho agitado, la calle sin aire. Se me cruzaron personas por la cabeza. Hombres todos (o casi). Y entonces se me cruzó que quizás podrían cruzarse en mi camino y llevarme a algún lugar seguro.
Sólo uno de ellos apareció.
Miraba para arriba.
No me vio.

Los hombres en mi vida, hombres que espero para que me lleven a un lugar seguro: no me ven. Y entonces soy esa niña aburrida que se levanta e inventa sus propias palabras y juega. Marcas.





Caminé más rápido.
Crucé la calle sin mirar. Ya había visto demasiado.
Doblé en la primer esquina.
El nudo en la garganta se hacía cada vez más grande.
Sentía que todo eso que estaba pasando nunca iba a terminar.
Sólo después, casi llegando a la esquina de mi departamento que para nada es un lugar seguro para mí: comencé a desvanecer.
De pronto las zapatillas se volvieron viejas y la caminata hasta la puerta del edificio se hizo lenta, pausada, cansada como esos movimientos que se hacen después del orgasmo.
Llegué al departamento sola y prendí el cigarro.
No quería estar en ésa ciudad. Tampoco en ésta. No quería estar en ningún lugar.

Ésa noche tuve un sueño. Me pasaba algo parecido. Sentía que hombres me perseguían. Sólo uno aparecía saliendo de un negocio. Yo le pedía que me ayude. No lo conocía pero estaba segura de que no me haría daño. El hombre no me acompañó. Finalmente volví a mi casa en taxi.
Sola.

Me di cuenta que a Oliver le mentí otra vez. Le dije que no sabía estar sola, que no me gustaba la soledad. Es verdad, no me gusta. Pero siempre que las marcas de mi cabeza se enredan en mis zapatillas,  puedo mirar hacia todos lados y encontrar a quién pedir ayuda, y sin embargo: elijo desenredarme sola. Doblo en la esquina, me tomo un taxi, salgo corriendo de la casa de mi papá: sola. Esta es otra de mis marcas.
Parece la más triste, pero es la más bella y se llama Sofía.

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