lunes, 2 de julio de 2012

Rupturas.

Juguemos entonces, me gusta jugar. Juguemos a recordar lo que no importa, a seleccionar detalles y contar cualquier historia que nos haga historia, que nos haga otros en cualquier otro lado y eso será algo parecido a la libertad.
Podríamos adormecernos en algún viento peligroso, vibrar en cada pasión que nos hace ser lo que somos, imprimir la inocencia en otras pieles, hasta podríamos hacer el amor, entre otras.

Pero no.

No me perseguís por toda la casa ni me atás las manos y me abrís las piernas obligándome a lo que quieras, y yo también. No me obligás a gemir sin piedad o transpirar por el desconcierto y el placer puro.
No. Preferís emborracharte lejos mientras te espero en la cama que es un carrusel. Y toso y vomito y los nervios. Vos borracho y lejos. Siempre lejos. Yo en la cama mirando el reloj. A veces me abstraigo y entonces pienso en las posibilidades, es una práctica cotidiana, no te preocupes. Y cuando me doy cuenta ya pasó media hora. Me hago un té, acerco la boca al inodoro por las dudas, me agarro el estómago. Dijiste que llegabas a las tres y media. Te esperaba a las cuatro. A las cinco de la madrugada te dije que ya no te esperaba y que me iba a dormir. Perdoname. Te mentí. Me acosté y apagué la luz. No me fui a dormir. Me fui a esperarte pero con la seguridad de que no ibas a venir. Me fui a la cama a cerrar los ojos y esperar un acto de amor. Yo esperaba un acto de amor.
Sentí una pisada fuerte, como de hombre malo, sí, así de estúpido fue. Apreté la cabeza contra la almohada y traté de pensar en otra cosa, de seguir mambéandome con vos, me hacía sentir fuerte. Pero el corazón no se detenía. Pensé que podría llegar a ser el viento pero no me la creía. A veces cuesta engañarnos. Quise llamarte llorando diciéndote que tenía miedo de un hombre malo que no existía más que en el oído derecho que es el más sordo que tengo. Finalmente el orgullo pisó el freno. Casi al instante sonó el despertador. Eran las doce del mediodía. No recuerdo haber soñado ni haber cerrado los ojos.
El tiempo, el chiste de los dioses.


Musa. Te siento. Me gustas. Muero de ganas.




Dos cosas importantes pasaron esta semana. La primera: soñé repetidas veces con zombies. Sí. Sofía miraba desde arriba. Zombies. La cuestión tan prometeística. Cosa ni viva ni muerta y totalmente estúpida. Obviamente, las esperanzas ciegas se me perdieron o se cayeron por ahí como el vasito. Sueños como espejos. La puta madre.
La segunda cosa es una deliciosa metáfora: alguien divertido como un niño nos propuso un juego. Pero los juegos de los niños son peligrosos y a veces no son juegos. En fin. Después de una parálisis involuntaria, sobre la parte superior de mi mano me colocaron mi vida. Mi vida era un vaso. El vaso que era mi vida, era naranja. Naranja. Odio ese color, al igual que el amarillo. Fue una paradoja exquisita. La cosa era que había que arriesgarse a partir de distintas músicas totalmente placenteras. Desalienar el cuerpo hasta sentir. Trasladarse, moverse, bailar, ser. Y cada vez animarse a más. Lo único que había que hacer era mantener nuestra vida sobre la mano. Cuidarla porque claro, era mi vida. Y cuando supe que ese vaso naranja que tenía en la mano era MI vida, cuando realmente lo hice propio: tuve miedo, quizás del vaso, quizás de mi mano. Tambaleé. Y el vaso cayó al piso, abollándose.
No me sorprendí.
El final del juego trataba de elegir una ubicación, un hogar, un lugar adonde iba a ir a parar ese vasito. Alguien dejó su vaso en el medio del escenario, otro alguien sobre una escalera, otro alguien al costado de una botella de agua.
Mi vida naranja se quedó en un hueco de una pared de madera que el tiempo, la humedad y probablemente la patada de algún bruto o la boca de alguna rata hambrienta le daban una fachada cubierta de restos de aserrín y zócalos rotos. Allí es donde se quedó mi vida naranja.





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