lunes, 31 de enero de 2011

Cuando Yo era Sofía

Sofía en el hospital


-¿Cómo te llamás?
-En realidad yo nunca me llamé de ningún modo. La gente tampoco me llama porque no me conoce. Alguien que me escribe me llama por un nombre que nunca elegí, bajo ninguna circunstancia.
-Estás confundida por lo que le sucedió, es entendible.
-¿Usted realmente entiende mi confusión? ¿Podría ayudarme?
-Claro que sí, para eso estoy aquí en este lugar. Ahora: dígame exactamente qué le sucedió.
-¿Realmente quiere que le cuente EXACTAMENTE qué me sucedió?
-Claro que sí. Por favor, sea breve que tengo otros pacientes.
-Yo no soy paciente. Más bien me recuerdo como una perra de pocas pulgas.
-A ver, señorita. Cierre los ojos y trate de recordar el motivo por el cuál usted se encuentra aquí.

-Sí, ya me acordé.
-Cuénteme.
-La realidad me cagó a trompadas.

domingo, 23 de enero de 2011

Texto escrito entre hojas de revistas.

La bofetada.

No puede definirse de otra manera que bofetada. Una frase que no es más que violencia, sin argumentación lógica, casi ridícula, con intención de imponer, de reducir, a la que el golpeado reaccionaría con su instinto animal devolviéndola o dejándose domar, mientras que el escritor toma la defensiva con la única bella arma que posee, que es letal, que mira a la bofetada pensando “esto es pan comido” y que es esta palabra.
Y en este momento estoy como Vera después de haber levantado el tubo del teléfono, con el discurso rabioso perdido en la memoria que inquieta vagabundeaba por recuerdos que no podrían ser de otra persona más que de ella. Fue la fotografía de la revista lo que me distrajo casi voluntariamente.
Mucha gente con barbijo. Pero una de ellas no poseía un simple barbijo sino una manta blanca que le cubría la cabeza entera. Es fácil pensar qué piensa alguien con la boca tapada, con los ojos tapados o las orejas. ¿Pero qué piensa alguien que tiene la cabeza enteramente tapada? Es triste, ésa es la verdadera imagen de la gente, la fotografía entera podría ocupar un lugar en el cesto de basura si no estuviese esa persona casi sin cabeza y entonces sí, una fotografía de la gente.
Ahora, el calor me sopla la espalda del mismo modo que minutos antes yo soplaba el queso derretido. Me acuerdo de las caras de las profesoras de lengua, casi es un mismo rostro, todas moviendo los labios, repitiendo esa frase que me pregunto en qué momento de la universidad la habrán escuchado y porqué felizmente hoy la repiten, bofetada impía a esas cabezas de guardapolvos de una blancura tristemente inmaculada. Quizás la repiten porque total, qué importa si algunos estaban ocupadas en masticar musicalmente una goma de mascar sin sabor, al igual que el guardapolvos que visten, otros en firuletear una hoja perdida como las ganas de estar ahí firuleteando con los oídos destapados pero dulcemente dormidos, otros miran por la ventana abierta con sus ventanas de pestañas siendo testigos del desinterés, otros se ocupan de la tarea que no hicieron y que tendrán que presentar en la clase entrante, otros ponen atención, cuando en realidad la atención no hay que ponerla por costumbre u obligación, sino que es eso que está ahí casi sin querer y que nos ayuda a definir lo que nos interesa, otros charlan entre ellos sobre las nimiedades más interesantes que una bofetada discursiva, charlas que pueden encontrarse en cualquier cuento, si se atrevieran a abrirlo.
Otros o quizás yo, recibo la bofetada. Y la rabia otra vez, desde las uñas de los pies, hasta la esquina de la boca, como a Vera, te entiendo Vera, te entiendo cuando decís que aquél maestro del discurso es injusto al callar a esa pobre mujer con un insulto estúpido y mentiroso con tal de que mantenga sus labios herméticamente cerrados, de que todo permanezca así, de someter (y esto es tal vez lo que no dijiste Vera, que en realidad, el sometedor era el maestro del discurso y no el marido de la pobre mina) a los “oyentes” (cosa que tristemente existe, como la gente, como profesoras que oyen y repiten) u “observadores” (y esa palabra me parece más indicada porque mira y estudia la situación, diría mi abuela enojada que nada tiene que ver con esto, o quizás, porque ella es gente, claro) a quedarse en su sillas de “oyente” u “observador” y reducirlo a la ridiculez o apresarlo en una caja de dos por cuatro (y no estoy hablando de tango) para que asientan y sigan haciendo nada, escuchando y punto.
La bofetada que me dejó las mejillas coloradas fue la de asegurar llana y felizmente (y esto es lo más triste, que ellas lo dicen felizmente) que “ya todo está escrito, y lo que se escribe no es más que algo reescrito”. No. Me opongo. Esa frase no es más que una soga que ata las manos al potencial escritor para evitar ese sinuoso camino de palabras que otro potencial escritor de manos atadas hubiera transitado de diferente manera y es ahí, justamente en esa palabra diferente donde reside el argumento lógico contra esta cachetada.
Es verdad que estos escritores, sueltos en el campo de batalla de la realidad o la gente (y ahora con las manos momentáneamente atadas), tienen puntos de encuentros, forman parte de esta humanidad que puebla el mundo, es decir, son escritores. Todos conocen la hoja blanca, la inhalación antes de apoyar la birome sobre ella y la descarga eléctrica de la tinta azul hasta el punto final. Todos conocemos la tormenta, por decirlo de una manera, pero a todos nos afecta distintamente, precisamente porque somos distintos. Porque a pesar de que en una misma ciudad llueva, a ninguno las gotas mojarán de la misma manera que a otro. Es decir, la clave de todo esto no está en la gota, sino en la piel que moja o no.
Todos compartimos las noticias de la tele, la cola del banco, la llegada a la luna, el almuerzo, el café, pero todos vivimos eso de diferente manera porque precisamente somos diferentes, porque uno no es otro y viceversa y es ahí donde se halla la riqueza que masacra cruelmente a esa estúpida frase.
Todos compartimos al héroe y al antihéroe en una historia, pero lo que la hace trascendental, pero lo que la hace historia no es el héroe en sí, sino todo lo demás, todo lo que lo rodea, los detalles que lo diferencian de otro héroe o antihéroe. Son esos detalles los que cuentan la historia, esos únicos e irrepetibles detalles donde casi contradictoriamente, el lector juega a reinventarse, a releerse, a reconocerse.
Pueden entreverse en las líneas de diferentes historias de diferentes momentos de La Historia puntos de encuentros, donde estas historias parecen coincidir, es decir, coinciden, pero, sin embargo, por algo volvieron a aparecer y por algo son historias diferentes. La verdadera historia no es la del papel, sino la del lector que se empapa de esos puntos de encuentro porque es humano, al igual que esos escritores de diferentes épocas o no pero que se moja de pies a cabezas con los detalles mismos de la historia que tiene ante sus ojos y su propia historia, casi como mirarse a un espejo. Es decir, lo que coincide es la fiel naturaleza de la humanidad, escritores o lectores, profesores o alumnos, lo que sea, somos ante todo, humanos. Y es por eso que revivimos historias, es eso lo que éstas comparten. No podemos dejar de usar las mismas palabras, casi la misma trama, pero eso no significa que se diga lo mismo en cada historia. Esa frase que pronuncian (vuelvo a señalar con tristeza) felizmente las profesoras sólo será verdadera cuando la humanidad haya desaparecido, cuando el mundo muera. Entonces sí, “ya todo está escrito” y punto final.
Mientras tanto, es verdad que se han escrito grandes historias, pero la historia más grande es la del universo que aún continúa vivo, al igual que sus escritores.




domingo, 9 de enero de 2011

Texto escrito el 04/08/10



A veces, la dejo tirada en algún callejón, cuando se emborracha de sentido y voy a sentarme frente a una ciudad o a ser una máquina por un ratito.
Después vuelvo, con cara de perdón y un cigarrillo en la boca.
No la puedo mirar a la cara porque enseguida me contagia y soy otro, que es quien soy.
Ella se levanta en silencio, quizás está con cara de perdón y un cigarrillo, nunca lo voy a saber y eso me gusta, ese sabor intrigante que sólo su presencia o ausencia puede generar.
La llevo conmigo en la punta de la lengua. La elevo, la mojo, la mastico, la saboreo, la vuelvo a poner en la punta de la lengua y la miro de reojo.
Después de verme tan tranquilo, me sacude, me agarra de los pelos, me insulta, se ríe.
Yo le hago cosquillas, le doy un beso, soy otra vez ese fiel amante.
Cuando volvemos a confiar de manera extrema, como tenemos por costumbre, donde el humor y nuestra humanidad cumplen una función elemental en nuestras pisadas, somos uno o los que queramos.
Por eso la quiero tanto.
Por eso la acaricio con el meñique o con las pestañas, desde un cascabel poderoso o desde la punta de un rascacielos azul con una pluma que le arranqué cuando ella dormía o cuando yo tenía insomnio, o cuando soñaba que ella dormía y yo tenía insomnio o a lo mejor no, no la toco, la escupo, la empujo, la vomito en esa verborragia involuntaria que tiene sabor a pasión o a mi otro mismo que es quien soy, o tal vez a sopa de espárragos o letras.
La pienso todo el tiempo, la admiro en ese papel perdido o en la boleta de la luz.
Me acompaña siempre lista, siempre predispuesta a lo que yo quiera hacer con ella, a lo que ella se transforma cuando está conmigo o a lo que es y punto porque es hermosa siempre, hasta en la vulgaridad del pobre, o en los insultos del rico o del extasiado o del iracundo o los míos.
Ella está siempre en todo, con ese beso lingüístico que deja loco a cualquiera, créame.
Se aburre mucho cuando está en un discurso de la tele, tiene cara de perro cuando en ese discurso mienten.
Sus cabellos recorren las calles, las casas, las cañerías, los estómagos, el sistema nervioso hidroeléctrico de las personas hasta llegar a la boca de cualquiera y entonces se presenta, desnuda como el ser humano que la trajo al mundo que en realidad no es más que una de ellas que andá a saber.
Cuando me mira con esa sonrisa traviesa y se apodera completamente de mi mente, la tomo de la cintura o de la espalda e inevitablemente hacemos el amor en el papel, teñimos las caricias de azul, jugamos mucho, nos entremezclamos en tinta para sentir, decimos mucho o nada, pero decimos. La traigo hasta mis labios, la hago lo que quiero,  descontroladamente enamorado de ella, la palabra, que es mía o de todos o de nadie o de quien quiera, siempre palabra.