jueves, 22 de diciembre de 2011

Cuando yo era Sofía.

Pensando en muchas cosas que me dan insomnio y que ahora me dejan dormir debido a que las he creído posibles o quizás fue porque llovió dulcemente y eso siempre ayuda, imagino miles de formas de decirte que desaparezcas de una vez por todas de mi vida. En una de esas estoy borracha y rodeada de gente que me conoce. En otra lo hago con un tono de voz tranquilo y despreocupado y llego a conclusiones que a simple vista, es decir, a la vista de un tercero amargado, serían sencillas. En otra lo hago con un cigarrillo consumiéndose en la mano derecha y un vestido bastante lindo. En una estoy enojada, en otra triste y rencorosa, en otra ya estoy feliz o por lo menos en paz. En otra ninguno de los dos habla pero aún así nos despedimos. En otra te digo toda y absolutamente toda la verdad y no estoy sola. Esta última es la que más duele.
La cosa es que en todas las situaciones, se siente como simple y posible y en todas lloro. En algunas me observás llorar, en otras no.
Quizás la posibilidad de verlo y sentirlo posible tenga que ver con la cuestión de que perdí tu encendedor y no me importa. Realmente, no me importa.
Y sin embargo, duele. Y duele tanto que se me nublan los ojos hasta dejar de verlo y sentirlo posible.
Pero precisamente el hecho de que en algún instante lo sienta posible significa nada más y nada menos que en ese poco tiempo en el que estuvimos separados, ignorándonos o mejor dicho, ignorándome aprendí a vivir sin vos. Es decir, te volviste prescindible. Al poco tiempo comprendí que eso es dejar de querer a una persona, es decir, no quererlo como antes. Como antes es algo, no mucho pero es algo. Pesa. Lo único que resta es tratar de no sonreír cada vez que te veo o que me sorprendés apareciendo casualmente por una calle y me invitás a retrasar un poquito más la despedida.

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