miércoles, 28 de noviembre de 2012

Felinidad



El cuerpo empieza a desvanecer en una boca totalmente blanca.
Estoy desnuda.
Allá camino por el callejón mientras arriba, por las altas construcciones negras, él me sigue.
Lo escucho, pero sigo.
El humo se interna en mis pulmones, el agua en mis cabellos.
La lluvia es la clara anticipación a la sobredosis de esos tipos de placeres que nos pierden incluso mucho más de lo que creemos, hasta el punto de no estar seguros si la lluvia es la anticipación o la posterioridad al hecho, hasta temer, claro. Y entonces ahí me detengo en un semáforo.
Los semáforos, como siempre.
Pasa una luz a toda velocidad y se escucha algo parecido a un desgarro, algo que fue antes o después.
Él Allá arriba también se detuvo.
Quizás hasta la lluvia cesó por un instante y entonces estoy Acá, desnuda y el agua se desliza fríamente por mis pies. Comienza a subir.
Los ojos abiertos.
Después o antes, en ésa Habitación las ropas empiezan a caer, casi como en el Allá donde la lluvia resbala por los hombros y él me sigue, con los ojos fijos en mi pies. Quizás también en mi boca con lunar.
Se infiltra por cada centímetro de piel ese frenesí violento que es la seguridad que lo que sucede es totalmente real.
Nos miramos.
Se miran mientras Acá el agua ya llegó hasta mi omblligo, pero respiro.
Entonces la Habitación y por lo tanto esa mirada que desenvuelve sistemáticamente el ritual. Las pupilas llenas de noche que late, la piel llena de ojos que observan, las siluetas llena de sangre que embriaga, y una caricia tan felina como el terciopelo rozando los labios o el razo como agua en los pies.
Allá, el semáforo se puso en verde y respirando la última pitada apago el cigarrillo con mi bota izquierda.
Comienzo a correr.
Él también, corre como si fuera una línea que salta, enviste las edificaciones como si fueran las manos de aquélla Habitación que me toman de la cintura y el que me sigue desde los edificios entonces observa el momento preciso en que las uñas se clavan en la espalda de aquélla habitación y entonces lo supimos, nuestras manos como el galope de un caballo desenfrenado, es decir, libre.
En la habitación, el aire se enturbia hasta que los poros de la piel son obligados a la decapitación más peligrosa que es la expresión de la pasión, de cuerpos vivos como un río en una tormenta, y ésa tormenta vibra entonces desde la oscura línea de las lenguas ásperas hasta llegar a los cabellos totalmente desparramados en la cama.
Allá, la corrida le voló el sombrero y ella llegó con el pecho agitado al Río. Él también se detuvo, la miró con esos ojos de noche sobre los tejados de cualquier ciudad.
Antes o después, ella despertó en la cama sintiendo el temblor de la excepción y aún así encendió un cigarro y decidió irse, dejando al hombre de manos como caballos totalmente dormido, pero para siempre.
Allá, frente al Río de brisa nocturna y desesperada, casi como si supiera, ella se descalzó. El gato la miraba desde el asfalto de la calle, siempre desde el gris de la calle con lluvia.
Acá, Allá y en la Habitación sintió el choque de la piel de los pies con el agua y sus pulmones llenos de humo.
La ciudad con su lluvia sin tiempos ni espacios, con sus Acá, Allá y Habitación era entonces el lugar donde éstos dos suicidas se ahogaban deliberadamente en esa tormenta que es el ser humano cuando vive.

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