miércoles, 2 de febrero de 2011

Cuando Yo era Sofía

Sofía cerrando o abriendo un libro


Una noche, entre eclipse, guitarras y pastillas, fuimos ni más ni menos que dos desconocidos despidiéndose.
Siento algo parecido a la felicidad cuando pronuncio con certeza que fue irrepetible por el simple hecho de que me había animado a ser más humana de lo que me permito normalmente.
Jugamos a ser Sofía y Jude, casi inconscientemente. Y los juegos tienen ese sabor infantil que no es más que la adrenalina. Hasta que se termina. Y entonces recordamos que Jude y Sofía no son más que dos personajes, nuestros personajes y nada más, nuestros inventos para revivirnos con intensidad salvaje, inventos que la moral y la ciencia nos hubiesen prohibido con las cejas fruncidas. Pero estos personajes son una obra de arte con piel y manos y bocas y lengua, sobre todo lengua.
Justo en el preciso instante en que las conversaciones parecían repetirse: Jude y Sofía desaparecieron, como buenos amantes de la sorpresa o como buenos enemigos de la rutina o como buenos extremistas y punto.
Quizás ambos lo habíamos predecido, ambos creíamos en el destino y en que las cosas duran sólo un momento.
Quizás fue la intensidad de una utopía sin sistemas, con playas de libertad y estacionamientos para la soledad. Las ganas de ser distintos. Las ganas de ser otros. Las ganas de autoengañarnos con esos sueños de niños muy poco inocentes. Las ganas de poder ser esos dos personajes que llevamos escondidos debajo de la ropa, que es quienes somos de verdad. O quizás fue el mismo sistema y la cuestión de que al final del día ninguno de los dos es Sofía ni Jude, porque el trabajo, porque la facultad, porque yo con mi vida y vos con la tuya que ya no estamos para esto.
Quizás ambos veíamos lo mismo cuando cerrábamos los ojos.


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