martes, 23 de noviembre de 2010

Cuando yo era Sofía


Sofía con una verdad encerrada en un puñetazo.


¿Por qué no sonreír? Ya te fuiste de mí. Y menos mal que no hubo tiempo de despedidas y pañuelos blancos, quizás fue culpa de la indiferencia o el tiempo que a veces son la misma cosa.
Hoy soy la ciega que se puso orejas y tiró el bastón.
Recuperé el sombrero y parte del corazón.
El reloj se quedó sin pilas, pero ya no importa.
Busco hundirme en los barcos sin muelle pero con capitán sin manos.
Me cansé de la resignación, de la desilusión que ya no son más que etiquetas a lo que brindaste una y otra vez y que ya perdieron su efecto. Sí, ya lo perdieron. Y sí, debe ser una cruel herida a tu ego, como la realidad.
Y ya no imagino lo que harías si supieras, porque has alcanzado a ser predeciblemente vomitivo. No, no estoy enojada con vos. Sí conmigo, por aún seguirte nombrando en mis verborragias clandestinas. Creo que es un hábito, pero no un vicio. Un vicio es otra cosa que nunca sabrás, como desilusionarme pero con algo más. Y ese algo más es algo más, y vos sos menos, simpre menos o chau. Hoy por ejemplo, sos chau, pero de verdad.
Idiotas o aburridos.
Ahora sólo provocas demasiado nada. Con la histeria hice un barquito de papel, luego lo abollé lentamente, sin ganas, ya ves, ni siquiera con ganas, y la lancé bajo la lluvia. La curiosidad es quien ahora se ríe conmigo, te saca la lengua y me ayuda a despintarte. 
Hoy discutí con Rodolfo, ya no canto su canción. Siempre te voy a amar perdió su color.
Los almanaques a la basura y las manos en los bolsillos.
Así que así fueron las cosas.
La ciega dejó de ladrar al sol que la encandilaba y se reencontró con la noche, se muerde los labios porque ahora mira antes de cruzar la calle y te odia un poco más.


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